A mediados de los 80, Alejandro Fernández descubrió una ladera abandonada a orillas del Duero que parecía reunir condiciones para convertirse en una de las mejores viñas de la región: una suave pendiente orientada al sur, que iba a morir al río; con suelos diversos -gravas, arcillas, yesos- que prometían los matices necesarios para crear vinos complejos y equilibrados a partir de uva Tempranillo.